jueves, 19 de febrero de 2009

La Máscara Mágica



Lo decidí después de ver una de sus tantas películas. Tan pronto como pude visité aquella tienda y compre el preciado objeto. Esa tarde, cuando llegué a casa, corrí a mi cuarto a verla de cerca. Mis ojos estaban extasiados; en mis manos estaba, por fin, la máscara del “Santo”.

Recuerdo que llevar a cabo mi plan no fue tan fácil como lo había imaginado. Después de todo, el simple hecho de salir a la calle con la máscara puesta no haría creer a nadie que yo pudiera ser el mismísimo “enmascarado de plata”. Además mi delgada fisionomía hacía aún más evidente el engaño.

Muchas noches pensaba en mi estratagema, la corregía y la perfeccionaba con deliciosa obsesión. Así llegué a la conclusión que para engrosar mi escuálido cuerpo podría usar una gabardina; para hacer creíble mi enmascarada presencia, debía salir de noche a cumplir religiosamente un ritual que incluía pasar cerca de un gimnasio y acudir lo más posible a un par de tiendas de abarrotes a surtir la despensa. Ante la constancia de mis visitas, la gente asumiría que el Santo vivía en su colonia y quizá los tenderos comenzarían a esparcir el rumor.

La primera noche que hizo su aparición “el Santo”, espantó a un niño que corrió a los brazos de su madre y un perro le ladró enfurecido al doblar una esquina. Por un momento pensé que aquel animal se me echaría encima. Fue un debut muy desmoralizante. Sin embargo, al día siguiente llegaron hasta mí los dulces rumores del avistamiento del "enmascarado de plata".

Las noches siguientes se sucedieron sin grandes novedades. Tal como lo había calculado, la gente comenzaba a saludarme y yo trás la máscara correspondía su gesto. Asumían que yo iba al gimnasio a entrenar y en la tienda me pidieron mi primer autógrafo.

Al paso de una semana, me atreví a agrandar el territorio en el cual deambulaba. Aquella noche de luna llena estaría marcada por el primero de una serie de extraños acontecimientos. Pasaba cerca del prostíbulo de la colonia vecina; extrañamente la calle estaba sola. Pensé que por ser lunes aquel rubro no gozaba de clientela. Seguí avanzando, pero un raro sonido hizo que volteara de inmediato. No pude creerlo; súbitamente estaba rodeado por un grupo de mujeres vampiro que me atacó con velocidad y fiereza. Con mucha suerte me libre de ellas y pude llegar a salvo a casa.

Al día siguiente fui la burla en el trabajo. Los arañazos y marcas hicieron suponer a mis colegas que mi novia me había pegado y dado algunos chupetones. Yo tuve que inventar cualquier historia. Que mas daba, de cualquier forma si les decía la verdad, nadie lo creería.

Tuve que suspender mis apariciones por un par de días. Luego pensé que quizá alguien me jugó una broma. Así que volví a mis rondines nocturnos. Aquella ocasión fue aún peor: una banda de hombres-lobo me atacaron. A la semana siguiente fue un grupo de momias y unos meses después fui capturado por un grupo de extraterrestres comandados por un científico demente y me sometieron a extrañas pruebas de laboratorio. Debido a esta última experiencia tuve que renunciar a la gloria de volverme héroe, a dejar mi doble identidad y a retomar mi tranquila y ordinaria vida.

Nunca supe de alguien que se haya enterado de los ataques sufridos por “el Santo” en la colonia. Ante la repentina ausencia del enmascarado, la gente supuso que se había mudado. En cuanto a la máscara, decidí guardarla como recuerdo de mis solitarias aventuras.

lunes, 9 de febrero de 2009

Suerte de Jaripeo


“Me dicen el 24 entre la gente importante…”

Se arrancó la banda con las primeras canciones. La gente formaba un mosaico multicolor en las tribunas del ruedo y se escuchaba ese bullicio parecido a un zumbido de abejas. El sol de las 5 de la tarde le daba a ese escenario un toque de coliseo romano y el ambiente y la locura no lo hacían parecer nada distinto ni distante. Todos juntos parecían una mole indivisible, pero todos sentían ocupar un lugar y cada cual lo hacía notar a su peculiar manera.

La rechifla hacía evidente el retraso y la presión del “respetable” dió pie al comienzo de la fiesta. Como todo espectáculo que se jacte de ser digno debe seguir algunos protocolos, este comenzó –por fin- con la oración de los jinetes: un momento apoteósico en que el bullicio se calma, los jinetes se despojan del sombrero, el tiempo parece detenerse o disminuir su velocidad, el silencio sólo es interrumpido por la voz resonante del animador que en plan ceremonioso pronuncia las palabras. Una escena que parece ser la maquinaria macabra que seduce y conduce las emociones de todos lo que ahí estan hacía su caprichoso objetivo. Así, en un instante, y como si se hubiese contenido el aire por largo rato, todo explota e inicia con los primeros acordes de una nueva melodía.

Los jinetes uno a uno prueban sus destrezas. Los vendedores de papitas, garbanzos, cacahuates, refrescos, cañas y cerveza hacen lo propio. En el centro del ruedo se suceden las “montas”. Sólo dos jinetes logran la gloria y los aplausos al domar la furia, el miedo y la desesperación de los astados que han luchado por librarse del castigo. En las tribunas, la gente grita, vitorea, se enloquece, se emborracha y no sólo de cerveza, también del éxtasis generado por las emociones de la tarde.

Al igual que las fiestas que terminan cuando alguien enciende la luz, el termino de está se marcó por la caída repentina de la noche que hizo más notoria la pálida luz de la luna llena. Todos emprendían el regreso recordando y comentando las hazañas recién presenciadas con la nostalgia que los conducía de regreso a la parsimonia de su cotidiano vivir. Todos retornaban irremediablemente a ser ellos mismos, aunque, por otro lado, a no serlo del todo. Todos sentían poco a poco como regresaba el peso de la carga que llevan a cuestas, como si algo estuviese decidido a montarles las espaldas y a comenzar otro “jaripeo”.